De orgullo

Elizabeth Bennet

Se buscó, pero ya no estaba. Había permanecido lejos por un tiempo: ¿habría sido lo bastante largo para caerse en el olvido? ¿Habría significado tan poco como para almacenarse ahí donde los recuerdos llegan sólo de vez en cuándo?
No tiene importancia, pensó. Y en realidad así lo creía, aunque una espinita de orgullo herido y soberbia le producían cierta rabia. Ella quería que la recordaran. “Esfuérzate”, le gritaba una parte de sí misma desde atrás ¿quieres ser recordada? Recuérdate primero.

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Primera parada. Dar Es Salaam.

daressalaam

Después de 24 horas de vuelos, esperas, comidas rápidas a base de bocadillos y bandejitas de avión y paradas en todas las librerías aeroportuarias, llegamos a Dar Es Salaam.
El aeropuerto es como un teatro-hormiguero en el que cada uno representa su papel, marcado por el guión, pero desacompasado. Desde el hombre de información hasta la mujer del visado e incluso hasta el propio turista parecen dirigidos por un apuntador invisible en conversaciones ágiles, no siempre esclarecedoras. Con el visado en la cartera y cargados de maletas, la salida del aeropuerto me hizo temblar de ansiedad. Dar Es Salaam huele a humo y brasas, tiene una cubierta gris y emociona e impacta al mismo tiempo en positivo y negativo.
Si el escenario me lo hubiera permitido me habría quedado inmóvil, catando la ciudad, uno tras otro, con cada sentido. Sin embargo, la gente te incita violentamente en busca de un camino de dirección incierta.
Un hombre muy delgado de cara cansada, gafas sin montura y dientes torcidos, nos esperaba en perfecto inglés y con un apellido equivocado. Todavía hoy, después de haber coincidido de nuevo, me pregunto si su posición de estar de pie, lánguido y cansado con la mirada en los zapatos, sería por timidez, por educación o por el hastío de una vida de madrugones. No recuerdo su nombre pero me acuerdo de su cara, de sus manos, de su sonrisa enorme de dientes amarillentos y de su historia familiar de tribus mezcladas. Después de quince minutos en coche por una de las pocas carreteras asfaltadas de la ciudad, nos depositó en el otro aeropuerto de Dar Es Salaam, desde donde parten avionetas hacia todo el país. Era el último trayecto antes de nuestro destino final.
Ese segundo aeropuerto es muy pequeño y está compuesto por tres salas unidas con arcos sin puertas. Tiene un mostrador parecido a la recepción de un hostal donde hombres de razas diferentes se consagran en sus tareas: recogida de maletas, pesaje, lista de pasajeros… Tiene un simple peso metálico antiguo, de los que se ven en la consulta de un médico y allí se pesan las maletas. A los pies, amontonadas, es dónde el equiaje espera ser recogido por jóvenes con chaleco reflectante que las llevan a su destino sobre el hombro. Nos hicieron esperar en la tercera habitación, llena de turistas, con dos sofás de mimbre tapizados con tela psicodélica de flores y colores desgastados, un banco de madera y dos ventiladores (uno de pie y otro en el techo) . El resto de la decoración la poníamos los viajeros, disfrazados de caqui y embaucados con el espectáculo. Me senté en el suelo a esperar y me recosté en la ventana mientras el corresponsal se dedicaba a retratar cada milímetro de la habitación. Allí los destinos se cantaban como la lotería y pensé que volar a cualquier sitio sería tan fácil como levantar la mano porque ninguno teníamos billetes. Nos tocó el turno. En este viaje, nuestro casi primer contacto con África sería una avioneta de cuatro pasajeros, piloto y copiloto incluidos, donde el equipaje ocupaba su propio asiento. Nuestro piloto se llamaba Mike, en realidad Mikel Goicoechea, y no llegaba a los treinta. Un vasco-madrileño caído en Tanzania, fue el primer guía en el comienzo de nuestra aventura inolvidable.

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Desde el muelle

El aire de la seis de la mañana es denso, casi gris y huele a desesperanza. Levantarse al alba para despedir a un marino emprendedor de aventuras es como nacer en un mundo sin colores, por eso de que morir sería el acto contrario al de abrir los ojos. Algo se queda vacío dentro. Su Nao tomará puerto, solitaria, el siete de enero. Y hasta entonces, una Alfonsina desesperada balanceará las piernas al son de las olas, esta vez desde el muelle, la vista perdida en el horizonte y con el solo deseo de ver acercarse su sombra en la lejanía.

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El círculo

El día empezaba largo. Larguísimo como muchas de esas jornadas en las que me parece recorrer el país de Norte a Sur detrás del camino de baldosas amarillas. Sólo me veo los pies pero me cuesta levantarlos toneladas de esfuerzo, como toneladas deben pesar mis tacones.
Y en eso estaba pensando, que el día empezaba largo, cuando me he sentado en una habitación enmoquetada. Entraba la luz por la cristalera de ese balcón que dejaron para más tarde y no arreglaron y que ahora se oculta tras las cortinas. Con los zapatos hundidos en la pelusa y la espalda recta, fingiendo una fortaleza inexistente, sonreía silenciosa para no llorar. Vestía de negro irracional a juego con el ambiente, negro y atormentado, empañado de respiraciones entrecortadas y vaho.
Y así estaba mi habitación cuando, encogida bajo el edredón, he abierto los ojos esta mañana. He respirado profundo y estaba haciendo la maleta cuando un soplo frio me ha susurrado al oído, el día empieza largo, larguísimo, en un viaje de Sur a Norte.

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Estaba sentada en un banco del parque. Con la cabeza agachada, las rodillas juntas y las puntas de los pies bizcas. No paraba de llover, llevaba toda la vida lloviendo. Apareció él con un paraguas. Se sentó a su lado y la cubrió.
Entonces salió el sol.

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te lo digo tó…

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En un intento de describir

Esta mañana, justo antes de un ataque de estrés y mientras se escaneaban miles de documentos, repasaba las fotos de África, que me llama. Desde el otro continente Namibia sigue golpeando mi puerta. Debe ser que, como dice mi Capitán, “…de África se vuelve”. Muy lejos de haberme quitado la espinita, aquella se convirtió en estaca. Esto es África, la inmensidad bien entendida y en estado puro. Con la primera puesta de sol algo en el cuerpo se ensancha y se hace grande, ENORME. La vista se desarrolla, nunca ha abarcado tanto ni en el conjunto del paisaje ni el concreto del color. Y cuando ninguna de las fotos consigue ni parecerse a lo que se percibe, el descubrimiento consiste en advertir que esa será una de las imágenes que siempre permanecerá intacta en la memoria.
Ahora, cuando lo más cerca que estoy de África es cuando viajo a Cádiz y cuando miro la pantalla del ordenador, que es un intento de foto, el recuerdo hace lo mismo en mi cuerpo. Hay algo que se hace inmenso, que parece que no me va a dejar respirar y, sin embargo, respiro mejor. África ha sido, para mí, la inmensidad por dentro.

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Mi momento

En contra de la opinión popular, no he estado disfrutando en exclusiva de las buenas nuevas, que también, sino meditando sobre los acontecimientos.
Cuando las malas noticias comenzaron a jarrear persistentes y la vida empezó a elevarse, poco a poco, en una cuesta como la típica subida al Tourmalet, me tuve que retirar. Sin buscarlo me aburrí de contar penas, de tener sólo un momento de paz al día y de querer suicidar al teléfono cien veces por minuto. Pero hay un momento, media hora que se repite todas las mañanas, que me hace feliz.
Cuando acabo de vestirme y siento que no se ha definido el humor con el que afrontaré el día, aprovecho la ocasión y corro a desayunar a “mi bar” (por eso de hacer mío todo lo que me gusta). Los vasos y platos chocan sin parar, los camareros recitan la lista de los Reyes Godos convertidos en tostadas, medias tostadas y cafés en todas sus combinaciones y entonces me siento en un taburete. Parece que se silenciara el mundo. Sin preguntar me sirven el desayuno, me dejan un periódico y en esos diez minutos, me parece que el momento no se pudiera mejorar. Pero la mañana todos los días me sorprende y todos los días me hace recorrer el mismo camino hasta la parada de las bicis. Y cuando me monto en una y empiezo a pedalear siempre pienso en lo mucho que acabo de mejorar el momento. Pero entonces tengo que pasar por la Plaza de España y me doy cuenta de que puedo ser feliz. Algo tiene ese camino que oxigena y cepilla el pelo de malos pensamientos. Y si en ese momento, tengo la suerte de encontrarme con un coche de caballos en camino y adelantarlo, la alegría es completa y me pasaré el día de mejor humor, con más energía, y pensando, como una niña, “ESTA MAÑANA HE ADELANTADO A UN CABALLO”.

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Barajas

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Reproches

Como todos los días delante del ordenador, los recuerdos de ti se deslizan como en una presentación de power point. Y yo, otra vez como siempre, pienso en la manera de reprocharte que me hayas dejado sola. Si el cariño no frenara mi enfado, te diría que te echo de menos, que no entiendo el porqué de tu marcha. Te diría que cada mañana espero tus noticias y miro el buzón veinte veces para agachar la cabeza y tragar la rabia de que no estés.
Y todos los días te echo de menos y me enfada que aquel día te fueras sin motivo.

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