
Después de 24 horas de vuelos, esperas, comidas rápidas a base de bocadillos y bandejitas de avión y paradas en todas las librerÃas aeroportuarias, llegamos a Dar Es Salaam.
El aeropuerto es como un teatro-hormiguero en el que cada uno representa su papel, marcado por el guión, pero desacompasado. Desde el hombre de información hasta la mujer del visado e incluso hasta el propio turista parecen dirigidos por un apuntador invisible en conversaciones ágiles, no siempre esclarecedoras. Con el visado en la cartera y cargados de maletas, la salida del aeropuerto me hizo temblar de ansiedad. Dar Es Salaam huele a humo y brasas, tiene una cubierta gris y emociona e impacta al mismo tiempo en positivo y negativo.
Si el escenario me lo hubiera permitido me habrÃa quedado inmóvil, catando la ciudad, uno tras otro, con cada sentido. Sin embargo, la gente te incita violentamente en busca de un camino de dirección incierta.
Un hombre muy delgado de cara cansada, gafas sin montura y dientes torcidos, nos esperaba en perfecto inglés y con un apellido equivocado. TodavÃa hoy, después de haber coincidido de nuevo, me pregunto si su posición de estar de pie, lánguido y cansado con la mirada en los zapatos, serÃa por timidez, por educación o por el hastÃo de una vida de madrugones. No recuerdo su nombre pero me acuerdo de su cara, de sus manos, de su sonrisa enorme de dientes amarillentos y de su historia familiar de tribus mezcladas. Después de quince minutos en coche por una de las pocas carreteras asfaltadas de la ciudad, nos depositó en el otro aeropuerto de Dar Es Salaam, desde donde parten avionetas hacia todo el paÃs. Era el último trayecto antes de nuestro destino final.
Ese segundo aeropuerto es muy pequeño y está compuesto por tres salas unidas con arcos sin puertas. Tiene un mostrador parecido a la recepción de un hostal donde hombres de razas diferentes se consagran en sus tareas: recogida de maletas, pesaje, lista de pasajeros… Tiene un simple peso metálico antiguo, de los que se ven en la consulta de un médico y allà se pesan las maletas. A los pies, amontonadas, es dónde el equiaje espera ser recogido por jóvenes con chaleco reflectante que las llevan a su destino sobre el hombro. Nos hicieron esperar en la tercera habitación, llena de turistas, con dos sofás de mimbre tapizados con tela psicodélica de flores y colores desgastados, un banco de madera y dos ventiladores (uno de pie y otro en el techo) . El resto de la decoración la ponÃamos los viajeros, disfrazados de caqui y embaucados con el espectáculo. Me senté en el suelo a esperar y me recosté en la ventana mientras el corresponsal se dedicaba a retratar cada milÃmetro de la habitación. Allà los destinos se cantaban como la loterÃa y pensé que volar a cualquier sitio serÃa tan fácil como levantar la mano porque ninguno tenÃamos billetes. Nos tocó el turno. En este viaje, nuestro casi primer contacto con Ãfrica serÃa una avioneta de cuatro pasajeros, piloto y copiloto incluidos, donde el equipaje ocupaba su propio asiento. Nuestro piloto se llamaba Mike, en realidad Mikel Goicoechea, y no llegaba a los treinta. Un vasco-madrileño caÃdo en Tanzania, fue el primer guÃa en el comienzo de nuestra aventura inolvidable.
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